El gobierno de la ciudad ha perdido el pulso que mantenía con las grandes tecnológicas
En Seattle, si eres millennial, probablemente no puedas permitirte vivir en el centro de la ciudad. Este problema de acceso a la vivienda, consecuencia de un aumento sostenido de los precios del alquiler, es uno más de los efectos que sus habitantes vinculan con el hecho de acoger la sede de Amazon. El gigante tecnológico ha generado empleo, ha atraído talento y ha posicionado la ciudad como un hub tecnológico; pero, a su vez, ha contribuido a generar una crisis inmobiliaria de difícil solución. Es lo que algunos analistas denominan como una ‘bomba de prosperidad’.
Una de las consecuencias de esta situación es que Seattle se ha convertido en la tercera ciudad de Estados Unidos con más personas sin techo. Ante este escenario, el Gobierno local planteó en marzo de este año una serie de medidas entre las que se encontraba la implantación de una tasa dirigida a las grandes empresas de la ciudad (entre ellas, las tecnológicas). La decisión no gustó a un sector acostumbrado a un trato preferencial. Por ello, puso en marcha un intenso programa de lobby, con el objetivo de intervenir en el debate público y forzar un cambio en la decisión del Gobierno. La estrategia ha funcionado. El pasado 12 de junio Jenny Durkhan, alcaldesa de la ciudad, anunciaba la retirada de la propuesta.
El resultado de esta pugna se puede entender como un aviso a navegantes. Las grandes tecnológicas tienen su propia agenda y enfrentarse a ellas conlleva un coste difícilmente asumible por los gobiernos locales. Las ciudades sufren los efectos del éxito de estas compañías pero no son capaces de hacer que estas les ayuden a luchar contra sus propias externalidades negativas. Lo cierto es que Amazon nunca tuvo la intención de colaborar en mitigar el ‘stress’ que su crecimiento había generado en el mercado de la vivienda de Seattle. Es una constante de los gigantes de Silicon Valley: anuncian grandes remedios a retos globales, pero no quieren lidiar con los problemas que tienen en su patio trasero.
La relación entre ciudades y grandes tecnológicas ya está condicionando la agenda urbana.
La explicación a este comportamiento tiene raíces culturales —en el futuro deberemos analizar con minuciosidad la socialización política de los gurús del Valley—, pero también de modelo de negocio. Su despliegue en las ciudades ha sido el mismo que han seguido con sus productos y servicios. Actuar primero, preocuparse por las consecuencias después. Las high-tech se hicieron un sitio ofreciendo dinero, empleos de calidad e incluso prometiendo el sueño de una ciudad creada desde cero. A cambio, han ido adquiriendo la capacidad de dictar el futuro de las ciudades sin que las instituciones puedan hacer mucho al respecto.
Existen consecuencias indirectas, como la ‘bomba de prosperidad’ de Amazon en Seattle, y otras que responden directamente a su estrategia de negocio. Como apunta Richard Florida, «cuando pensamos en las high-tech nos vienen a la cabeza la Inteligencia Artificial (IA) o las criptomonedas, pero lo cierto es que las ciudades y el urbanismo son el nuevo gran sector tecnológico, el ‘Urban Tech’». Un sector que va más allá de los gigantes tecnológicos —Google, Amazon, Facebook, Apple—. Pensemos en empresas como Uber o Airbnb. Los protagonistas de la gig economy, cada vez más presentes en nuestras vidas, están creando problemas de movilidad o encareciendo el precio de la vivienda en ciudades de todo el mundo.
Las tecnológicas generan externalidades negativas, directa o indirectamente, y en general se muestran recelosas de participar en la solución de estas.
Pero el análisis no sería completo si no destacamos también sus efectos positivos. La revitalización del sistema productivo, la creación de empleo o el posicionamiento global son algunos de ellos. El problema es que ahora empezamos a tener datos que sugieren que muchos de estos beneficios no solo no repercuten en la ciudad en su conjunto, sino que tienden a quedarse dentro de la comunidad techie.
Un ejemplo es su efecto en los salarios. Un estudio reciente señala que un mayor número de empleos tecnológicos no implica un aumento en los salarios de los trabajadores de otros sectores. Así, una subida del 10% en los empleos de alta tecnología supondría un 0,1% de aumento en salarios para trabajadores menos cualificados de otros ámbitos. Esta ‘burbuja de salarios’ debería ser tenida en cuenta por las ciudades, si no quieren ver cómo su éxito en el sector tecnológico implica un aumento de la desigualdad.
La relación entre ciudades y grandes tecnológicas ya está condicionando la agenda urbana. También los medios empiezan a analizar esta relación. The Guardian publicó hace un mes el especial Big tech, desperate cities, en el que se preguntaba si los esfuerzos de las ciudades estadounidenses por atraer empresas tecnológicas, esfuerzos que se concretan en beneficios fiscales de todo tipo, están siendo beneficiosos para ellas. No hay una respuesta clara a esta pregunta. Lo que sí podemos afirmar es que estamos ante un pulso político que impacta directamente en la vida de millones de personas. Y que Seattle debería servir como un primer ejemplo para observar quiénes se están imponiendo, de momento, en este pulso.